La escritora mexicana María Rosa Palacios publica “Pantallas”, en exclusiva para EL UNIVERSAL San Luis Potosí, un cuento sobre la infancia y el descuido de los padres en un mundo asolado por un conflicto pandémico. Este es su debut como escritora.

Recuerdo con claridad el primer día del desastre. 05:00 a.m. La hora de despertarse a diario con la intención de salir a tiempo. Con el propósito de que mi mamá me llevara a la escuela, previo a su viaje al Estado de México. El mismo trayecto de siempre.

Llegamos a las 06:45 am. La puerta de la escuela aún está cerrada. Yo tengo que esperar con Doña Francisca, una señora que vende desayunos en la calle. Ella se hace cargo de mí desde que estoy en primero. Me recuerda mucho a mi abuela. Cuando estamos a solas, cuando nadie nos ve, nos contamos cosas que a nadie más. Imposible no sentirme acompañada, segura.

A las siete, cuando abren la puerta, veo salir el sol detrás de los árboles; encima de ellos, las nubes rojizas. Es mi momento favorito para volverme hacia arriba, para ver el cielo de colores.

Cuando volteo hacia enfrente solo veo la reja azul abierta de par en par, y los uniformes de mis compañeros, también azules, tristes, aburridos. Ojalá pudiera vestirme de colores, colores como los del cielo.

La maestra nos recibe con una sonrisa, pero el día de hoy nos saluda sin ganas. Hay momentos en los que su mirada descansa por la ventana. Cuando alguien le habla, ella sigue mirando hacia afuera, como si esperara que alguien o algo apareciera.

A la hora del recreo, un grupo de niños consuela a otra niña que llora, está sentada debajo de la escalera. Yo quisiera ayudar, pero no la conozco muy bien; en vez de acercarme le pregunto a otro niño “¿Qué le pasa?”, el niño, sin mirarme, me responde preocupado que su padre está enfermo, que se lo han llevado un día atrás al hospital. Siento que el corazón me late rápido, me tiemblan las manos, también sudan. Durante el resto de las clases, me es difícil concentrarme en pensar qué pasaría si mi mamá o mi abuela estuvieran en su lugar.

Dos de la tarde. Mi abuela llega por mí. La reconozco por el cabello pintado de rojo y los lentes. Levanta su mano para que la vea entre la multitud. La veo y me acerco a ella para fundirme en un abrazo antes de caminar a casa. Me salta algo extraño: todos los días me toma de la mano, hoy no.

Ella también se ve distraída, le tiemblan las manos. Aprieta los labios. Hoy las arrugas se le acentúan mucho más. En ocasiones, se lleva la mano a la frente, se detiene al caminar y ve en medio de la nada. Seguro le duele la cabeza, pienso.

Quiero preguntarle qué le pasa, pero, como si me adivinara el pensamiento, ella misma me responde:

—A partir de hoy tienes que lavarte muy bien tus manitas. Escúchame —me dice hincándome la mirada—, hay una enfermedad muy fea y todavía no hay cura.

Yo me quedo tiesa, con las manos a los costados y la respiración descontrolada. Ella mueve su boca y yo no alcanzo a entender, pero ella sigue caminando y la sigo, mirándola atenta.

—Dicen que, si te lavas las manos y usas cubrebocas, es menos probable que te enfermes.

Me sonríe, pero en el fondo sé que no es una sonrisa común. Lo hace para que no me preocupe.

Me sudan las manos, tiemblo, se me sacuden los párpados. Aunque trato de ignorarlo, siento un vacío en el estómago. El corazón me late rápido. Cuando llegamos a la casa, mi abuela prepara la comida. Yo hago la tarea como todos los días, pero no me concentro, no puedo dejar de pensar en la niña que lloraba en el recreo.

Más tarde, enciendo la televisión, mi abuela teje una bufanda y me pide cambiarle al canal del Noticiero. Hablan de la enfermedad. Ella mira la pantalla muy atenta, parece hipnotizada, mientras el conductor dice que es probable que cierren las escuelas. Da un quejido muy bajito y para de tejer.

Una hora después, llega mamá a la casa. La abuela le pide que salgan a platicar al patio. Siempre hacen eso cuando no quieren que escuche. Me acerco a la ventana de la cocina. Me asomo para verlas sin que se den cuenta.

Mamá enciende un cigarro. Lleva las uñas pintadas de rojo. Se lo lleva a los labios viendo a la abuela a los ojos. Si les pongo atención, noto que las dos se parecen mucho, es como ver a la misma persona. La abuela le dice muy preocupada:

—Van a cerrar las escuelas.

Mamá asiente con la cabeza.

—No te preocupes, mamá —dice ella—. Si le tengo que pedir a Francisca que me cuide a Montserrat para que no te expongas, así lo haré.

Mi abuela ve distraída hacia la calle.

—Tú también me preocupas. Tienes dos trabajos, tienes que tomar camiones.

—Ya veré qué hacer. Yo lo resuelvo. Descuida.

Dos semanas después, se reúnen los padres en la escuela. Mamá no asiste, pero la abuela sí. Lleva un cubrebocas y una careta de plástico. Parece astronauta. Río. A mí también me compraron una. No me agrada. Y no la uso. No me deja respirar.

Me sorprendo porque muchos niños llevan doble cubrebocas, careta y a algunos se les empañan los lentes. Nadie se los quita. Todos se ven resignados a andar así. Otros niños lloran, porque no quieren jugar con tantas cosas en la cara. Las maestras los reprenden. No pueden quitarse nada ni llevarse las manos a la cara.

La maestra anuncia en la junta que no vamos a ir a clase hasta nuevo aviso. Le pregunto a la abuela qué significaba eso, pero ella tampoco lo sabe.

—A lo mejor cuando ya no haya virus y todos puedan volver.

No me aclara nada.

—¿Cuándo dejará de haber virus? —mi abuela no me contesta, pestañea muy rápido, como si se desespera y estuviera a punto de hablarle fuerte a mamá. Me callo. No quiero hacerla enojar.

Cuando llegamos a la casa, la abuela tiene unas ansias descontroladas por quitarse el cubrebocas. Respira muy rápido. Se tira en el sillón y suda mucho. Nos asustamos las dos.

—Ve al cuarto a leer un ratito, mi amor —me pide de forma muy amable.

Hago la tarea, aunque los ojos se me llenan de lágrimas.

Mamá llega una hora después y llama a la ambulancia.

Pienso en lo peor que puede pasar. Está sucediendo. La abuela tiene el virus y mamá está preocupada. Es raro verla así. La abuela dice que a mamá le valen las cosas, noto que ahora se aguanta las ganas de llorar. Le brillan los ojos. Parpadea mucho. Al poco tiempo sale a fumar.

Yo la quiero abrazar, quiero consolarla, pero mamá se pasa el tiempo lavando los sillones con aerosol. El olor es fuerte, penetrante. Me manda a bañarme.

Como si presintiera algo, me quito el uniforme y me quedo un largo rato mirándolo. Cuando esto del virus pase, ya no me va a quedar. Temo no regresar nunca a la escuela. Al salir de bañarme, veo que mamá está limpiando la recámara con el aerosol apestoso. Yo toso un poco y me toma la temperatura.

—Está normal –me dice y sigue limpiando.

Cuando me pongo la pijama, ella me dice sin verme:

—Apúrate, te voy a dejar la cena para que te la comas. Duerme temprano, tengo que ir al hospital a ver a tu abuela.

Después me da un montón de instrucciones de qué hacer si no llega, de qué hacer si alguien toca la puerta, qué hacer mañana para ver las clases que van a pasar en la televisión, dónde está la comida, no usar la estufa por nada del mundo y hablarle al celular si me enfermo o me siento mal. Son tantas cosas que todavía después de irme a la cama, me siguen dando vueltas en la cabeza. Espero no equivocarme.

Los primeros días de cuarentena pasan muy tranquilos, tengo que levantarme a las ocho para desayunar, bañarme, cambiarme de ropa y encender la televisión porque las clases inician a las nueve. Hay un descanso de once a una. Puedo jugar un rato con mis muñecas. De una a seis siguen las clases por la televisión. Nos piden algunas actividades. Mamá tiene que fotografiarlas y enviarlas a la maestra, yo las hago en mi cuaderno y lo dejo en la mesa de la cocina antes de irme a dormir. Para que la maestra vea que no me estoy haciendo tonta, como ella dice.

Dos semanas después, ya no sé cuáles son los horarios. Hace dos días dejé de ver la clase de las nueve, a veces me levanto a las once, a veces no me baño, a veces no desayuno. Me quedo en mi cama viendo al techo o jugando con mi cabello, porque ya peiné a todas mis muñecas, ya limpié la recámara varias veces. Incluso, arreglé los cajones de mi mamá. Lo único que quiero hacer es encender mi televisión en la noche, cuando mamá está por llegar,

ver cómo el brillo de la pantalla ilumina el techo y los colores cambian con las escenas. Como cuando podía ver los colores de las nubes antes de entrar a la escuela.

No tengo muchas ganas de hacer las actividades. Mamá se enojará si no cumplo, así que lo intento. Me ha regañado muchas veces cuando llega a las once de la noche porque no le dejo las actividades listas. Yo le quiero decir que la extraño, que me gustaría que me ayude con la tarea, que a veces no entiendo cómo hacerla. Ella dice que me atraso en la escuela porque no tengo celular ni computadora como otros niños.

—¿Cómo quieren que entregues la tarea temprano si yo llego a las once y soy la que tiene el celular? —dice sin escucharme y poniendo atención a los mensajes de texto de la maestra.

La abuela saldrá del hospital en dos días. Mamá dice que sería bueno hacerle una carta, así que me pongo a escribir. A mamá no le agrada el resultado.

—¡No sabes escribir y tienes nueve años! —me dice, muy enojada, pero yo le juro que hago lo que puedo, que hago las actividades de la escuela. Se ha enojado porque cuando llega temprano me encuentra viendo la televisión.

—¡Es que no sé qué más hacer! —le digo desesperada, porque creo que nada de lo que hago le parece bien. Todo le hace enojar.

Hoy sale abuela del hospital. Quiero abrazarla y enseñarle mis cuadernos. Mamá llega temprano a casa, pero no viene con ella. En lugar de eso, trae una bolsa de plástico y se ve muy contenta.

—¿Y mi abuelita? —le pregunto, estirando el cuello, como esperando que entrara por la puerta en cualquier momento, pero en vez de eso me dice sin mirarme:

—Tu abuelita está bien, se tiene que quedar unos días en su casa, porque tiene problemas con los pulmones. Tiene que ir a rehabilitación. Te traje un regalo —dice muy emocionada—. Algo para que ya no te atrases en la escuela.

De la bolsa saca una caja con una tableta. Yo nunca había usado una. Quiero llorar porque no quiero otra pantalla, quiero que alguien esté ahí, conmigo, para no sentir que me mata el aburrimiento todos los días y a todas horas.

Semblanza:

María Rosa Palacios (CDMX, 1986) Médica psiquiatra de profesión. Escribe desde la adolescencia, ha participado en talleres de escritura creativa, creación literaria, cuento y novela en los módulos que ofrece Dimensiones Escritura Creativa. “Pantallas” es su primer cuento publicado.

Google News

TEMAS RELACIONADOS