La semana pasada se celebró el Día Mundial de la Lectura y lo recordé con demasiado retraso. Me pidieron que escribiera esta vez algo relacionado con el tema. Luego de darle demasiadas vueltas, leí el epígrafe de un libro de Clarice Lispector que dice esto: «Voy a crear lo que me sucedió». Dicho lo anterior y sin ser capaz de empezar por otra parte, lo siguiente no es más que una reconstrucción de la memoria, de lo que ocurrió en el principio. Y el principio fue mi madre.

Era verano y soplaba un viento tórrido. Yo debía tener ocho o nueve años y mi madre, la mujer baja y delgada que a menudo confundían con mi hermana en la escuela, aquella mujer que solía traficar su felicidad para hacer posible la mía, apenas me llevaba diecisiete años y unos cuantos meses. Vivíamos en un pueblo flanqueado de cerros, confinados en una burbuja anodina en la que reinaba, muy a menudo, un aire de soberbia e ignorancia. Por aquella época, las calles ardían menos y el verano, con sus árboles verdes y el olor a madera, no era tan insoportable como el de ahora. Durante las noches, los niños salían a la calle y jugaban a la pelota. No existía el miedo de hoy. La gente temía menos a la vida. Quizá porque vivir no representaba un peligro. No conocíamos la palabra «libertad» y, sin embargo, la ejercíamos con devoción. Aún la palabra «infancia», tan pisoteada al día de hoy, nos significaba algo. Aunque no sabíamos qué.

Ocurrió por la tarde. Mi madre y yo caminamos sobre la calle Morelos y nos detuvimos al frente de la Biblioteca Municipal, instalada a un costado del único auditorio deportivo y cuyos muros descoloridos me generaban entonces una suerte de angustia. La anacronía del pueblo producía, además de una pena profunda, una expresión teatral que solo suscitan los lugares en los que ha tenido lugar la peor tragedia. En aquella época «trabajo» significaba «no puedes traer a tus hijos» y era, también, muy difícil dejarlos en otra parte. Aquel espacio en el que pasé aquella tarde, del que hablaban a menudo con desdén y que me producía sin conocerlo un aborrecimiento monstruoso, se convirtió con el tiempo en una especie de hogar propio. Los momentos más representativos se construyeron a partir de ese día. Los primeros amigos, debates, las lecturas en voz alta y en compañía surgieron en un segundo piso rodeado de libros y gente que ahora solo vive en mi memoria. Mis recuerdos más sólidos e indestructibles tuvieron lugar en ese espacio, en tanto el universo era fiel a su desorden.

Una o dos veces al año, en ese pueblo prehistórico, se instalaba un puesto largo de libros que nunca se prolongaba más allá de dos semanas y donde mi madre, que debía elegir entre llevar a casa la comida o comprar libros, lograba el balance entre estas dos cosas, y cargaba en sus brazos los libros de los siguientes meses. Nunca eligió por mí el título ni recurrió al alegato consabido de si un libro era o no apto para un niño. Como el río, dejaba que el agua siguiera su propio cauce. Conocía el poder y la autoridad, y nunca se posicionó a favor de ellos. Sabía menos que las otras madres, que la superaban por mucho en edad y experiencia, pero no por eso se pretendía tonta o inocente. Poseía el alma de un animal de batalla y ponía su fe en los principios. Todo para llegar a casa con una emoción honesta e intensamente viva: la felicidad de hacer posible primero la de un hijo.

No creo que el principio haya sido la infancia en sí, porque carece de consistencia y la fragilidad de su espina dorsal no basta para erguir un futuro así. Tampoco dudo la posibilidad de que en otras infancias el caso sea muy distinto. Sin embargo, hubo algo ahí que ella me estaba dando. Algo que quizá nunca termine de entender, pero que ahora, con los años, comprendo de cierta manera: que lo mejor que podría regalarle una madre a un hijo era enseñarle a amar algo. Lo que sea. Preferentemente una cosa que no muriera o que ya estuviera muerta. Algo cuyo desapego no pusiera en peligro su vida. Que aprendiera amar a ratos para no acabar en el hartazgo. Que nadie puede amar intensamente siempre, porque aquello supone una aniquilación, un desmoronarse lento.

Había algo que mi madre me había regalado y que yo aún desconocía, algo que con los años me di cuenta que era esto: la libertad para encontrar una vocación. Y que ninguna vocación se podía ejercer sin una buena cantidad de amor y un golpe de coraje. No hablo de la vocación de lector, ni el llamado a la escritura, sino del amor a la vida. Ese amor que produce una experiencia sin conclusión, un viaje sin retorno. Una experiencia inexplicable, no porque falten las palabras, sino porque no alcanza el espíritu. Los libros que estuvieron en un principio, los que llegaron después y los que vendrán en el futuro son el resultado de ese amor.

Todo esto para decir lo que ya había dicho en un principio: que no fueron los grandes autores, ni las grandes y más bellas bibliotecas, y tampoco la suerte de una infancia menos dolorosa, sino esto: el amor de una madre. «Y qué es la vocación de un ser humano, sino la más alta expresión de su amor a la vida», escribió Natalia Ginzburg. Y le creo, como creo que solo alguien que es capaz de amar su vida podrá amar intensamente cualquier otra cosa.

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