Hace unos años, mientras buscaba mis zapatos, mi madre me llamó al teléfono para decirme que M. había dejado de respirar. Era una forma sutil y menos dolorosa de decir: ya está muerta. Pero, en todo caso, no era lo mismo, aunque en esencia así lo fuera. «La vida cambia de prisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba», escribió Joan Didion en El año del pensamiento mágico, un libro sobre el duelo publicado originalmente en octubre de 2005, en el que Didion reconstruye lo ocurrido en la noche del 30 de diciembre de 2003, mientras cenaba con John, su marido. La noche en que John murió a causa de un infarto. Tiempo después, la historia volvería a repetirse. Corría entonces el 26 de agosto de 2005, cuando Didion promocionaba su libro en Nueva York y se enteraba de que Quintana, su hija adoptiva, había muerto a causa de una pancreatitis aguda. Desde entonces, cada que muere alguien pienso en John y en Quintana, y pienso sobre todo en Didion, en la escena en la que intenta deshacerse de la ropa de su marido, en ella plantada, incapaz de echar afuera los zapatos, mientras se dice a sí misma que si John decide volver le faltarán los zapatos. Cuando vi el féretro y a M. dentro, aún creía que las cosas podían no ser así, que las cosas podían ser de otra forma. Creía, como si creer sirviera de algo, como si creer fuera a detener el derrumbe o a salvarme de él. En momentos como aquel, la muerte de un ser querido solo nos confirma lo que hasta entonces hemos eludido: la certeza de la nuestra. Lo impredecible que puede ser. Nunca supe y nunca sabré qué pasó en los minutos en los que M. se despega de la vida. Jamás me ha importado y quizá jamás me importe lo que pase con la mía. Para Didion, sin embargo, la de su marido y su hija le importaron lo suficiente. Por ello escribió cómo asumía su vida mientras experimentaba la desgracia de una pérdida y la amenaza constante de la segunda. Luego de la muerte de su hija, Didion escribió otro libro: Noches azules, en el que su conclusión es que uno no teme por lo que ya ha perdido, sino por lo que todavía no pierde. Tal vez el precio que hay que pagar por vivir y aceptar que los nuestros se han ido antes sea preguntarnos qué hacer con los escombros del otro, con los pedazos de los que ya no están y que, sin embargo, llevamos dentro. Pienso entonces en los siguientes versos Louise Glück, que escribió en «Lamento»: «Y esto, esto es el significado / de una “vida afortunada”: / existir en el presente». Dichosos los que ya no están, pero cuyas vidas tienen lugar aún en los demás.

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