He repasado mucho aquella escena. Es probable que aún fuera sábado y también que ya no lo fuera. La única certeza había sido esta: una noche, en una ciudad desconocida, en un bar disfrazado de cafetería, dos hombres discutían con una rabia creciente y animal. Me senté a la izquierda con una cerveza en la mano y la incomodidad en los hombros. Sobre la barra, con los codos apoyados, uno de ellos se estrujaba la cabeza.
Probablemente aquello fuese el preámbulo de algo que aún no aceptaba su aniquilación. O tal vez era el simple hartazgo de dos bestias. Una bronca como muchas otras. La costumbre transformada en circo. El circo hecho costumbre. En medio de la pugna, uno de ellos subrayaba la importancia de comunicar los problemas. El otro, hastiado, dio un trago e hizo oídos sordos. Amar es masacrarse un poco, pensé. Amar no podría ser eso, pensé también. Aunque podría ser muchas cosas peores. Al final de la noche, me pregunté cuántas veces tendría que repetirse aquella escena. Cuánto se puede confiar en la última vez. Bajo qué maleficio confiamos en no tropezar con la misma piedra. Damos crédito a que el otro estará ahí. Creemos que es de héroes aguantar un poco más. Que uno debe cumplir el rol de tirano frente a la mediocridad del sumiso y a la inversa. Que toda relación, en un momento dado, consiste en ajustarse a la capacidad de destrozo, al riesgo del exterminio. Qué ironía la de amar algo que tarde o temprano nos va a desgarrar. La mayor parte de las veces asumimos que hemos sido el pisoteado, antes que aceptar la vergüenza de ser el que pisotea. Se necesita mucho coraje para aceptar la falta, y mucho más para no repetirla. Cuando el bar estaba por cerrar, uno de los hombres salió y dejó el celular en la barra. El otro corrió a entregárselo. El juego consabido. La trastada visceral y miserable de siempre: no quiero que me busques, pero búscame. Odio que me encuentres, pero encuéntrame. Se juega el papel de víctima y el papel de déspota. El primero conmueve e indigna, el segundo produce desprecio. Me pregunté ¿quién no ha sido uno frente al otro? ¿Quién no ha sido los dos alguna vez? Nos arrastramos para buscar al otro y hacemos que el otro se arrastre para buscarnos. Mientras escribo esto, pienso en un poema de Idea Vilariño. «Todo estaba marcado / todo iba / encaminado / ciego / rendido / hacia el lugar / donde ibas a pasar / para que lo encontraras / para que lo pisaras», lo escribió en «El encuentro».
A veces, uno elige la forma en que se hace pedazos. Salí y subí al coche en dirección al hotel. Nunca una escena me había golpeado así. Pensé en todos los hombres que había sido, en todos los que no quería ser, en la cosa que ya estaba siendo y que tendría que matar al día siguiente. Eran las cuatro de la madrugada cuando llegué al hotel. Dejé el abrigo en la mesa y me metí en la cama. Sentí una alegría feroz y excitante, la alegría de no haber tirado la primera piedra.

