La narcoviolencia está teniendo un impacto devastador en la sociedad y en las comunidades afectadas. El clima de terror, inseguridad y desconfianza alcanza niveles insospechados. El sexenio de López Obrador será el más violento y etiquetado ya en importantes despachos bilaterales como un narcoestado; término utilizado como descripción de un país o una región donde el crimen organizado y el narcotráfico tienen un nivel significativo de influencia e infiltración en las estructuras del Estado. Ejemplos hay varios pese a la sistemática negación mañanera envuelta en cañonazo distractor.

Lo que sucede en Guerrero es el mismísimo cuadro infernal cuatroté. La ausencia total de las autoridades ante los eventos recientes de caos absoluto y la abierta colusión de la alcaldesa de Chilpancingo —grabada desayunando y dándole explicaciones a un cabecilla de una organización criminal— despeja las dudas de quién manda ahí.

El Estado mexicano arrodillado ante la rápida evolución de organizaciones delictivas prende todas las alarmas domésticas e internacionales mientras en la agenda del presidente y la de su (in)existente gabinete de seguridad se hacen cuentas alegres.

Secuestros, asesinatos, narcobloqueos y ya sin pudor alguno la explosión de carros bomba y de minas terrestres colocadas asesinando a funcionarios de gobierno(s), son ya actos terroristas.

El debate sobre las causas subyacentes del terrorismo abarca desde fines religiosos, políticos, culturales, ideológicos y económicos.

México está inmerso en una peligrosa espiral de impunidad que da un cheque en blanco a los de casa para cometer cualquier tipo de abusos y corruptelas y a los criminales para empoderarse arropados por un sinfín de ilegalidades.

La nación se incendia por regiones sin que haya un golpe de timón que imponga el imperio de la ley. La colosal cascada de estupideces vertidas para minimizar, subestimar y abrazar a una caterva de delincuentes a los que se les cede todos los días una porción de territorio envía inequívocas señales; empoderados cogobiernan en un clima de miedo y de silencio ensordecedor en un marco de impunidad mostrando la verdadera cara de la transformación.

Bajo la cantaleta cobarde de que en este régimen no se combatirá la violencia con violencia (un debate no sólo estéril sino estulto) y se privilegiará siempre el diálogo, se reconoce la negociación como carta presidencial para apagar el incendio de criminalidad nacional.

En esta fracasada cuatroté deberían anotar que negociar con delincuentes y terroristas les confiere a estos últimos legitimidad política y reconocimiento. Y no sólo eso, sino que además se interpreta como una señal de que la violencia y el terrorismo son eficaces para obtener concesiones y para seguir humillando a nuestras fuerzas armadas. El ejemplo incita a otros grupos a recurrir a tácticas similares. La apuesta de Andrés Manuel López Obrador de seguir socavando su autoridad y la credibilidad de su gobierno en el combate a las organizaciones delincuenciales con el fin de no compararse con el innombrable pasado, raya en la irracionalidad.

México arde en las llamas de la violencia y el show electorero debe continuar, ya que es la sustancia que mueve el ánimo y la sorna mañanera. La atención debe estar en aplastar a los adversarios, denostarlos y amenazarlos sin detenerse a meditar las acciones de sus abrazos y el peligrosísimo efecto bumerán en la seguridad nacional, donde danza la pregunta ¿qué puede seguir saliendo mal?

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