Uno de mis primeros trabajos formales fue en una dependencia de gobierno del sector cultural hace alrededor de 10 años. Casi acababa de salir de la universidad y había batallado mucho para encontrar algo que me gustara. La verdad es que tenía una noción, pero ninguna certeza. Como es común, no me contrataron ahí por mis méritos (cuáles, no tenía, antes nadie me había dado un empleo formal), sino que “el primo de un amigo” me tomó en cuenta; lo cual agradeceré el resto de mi vida.

No recuerdo siquiera la temporalidad de mi contrato. El puesto era de asistente, el salario era malo y el trabajo era mucho. Afortunadamente, después me asignaron más responsabilidades, que tampoco estoy segura de que se hubieran reflejado en el contrato. A mis cuatro horas de trabajo, se sumaron las que faltaban para la jornada completa. Más responsabilidades, el doble de salario (seguía siendo malo) y ninguna prestación. No tenía, obviamente, bonos extras, incentivos y ni hablar de aguinaldo.

Todo mejoró un poco, pero nunca fue equivalente el trabajo a la paga, al trato de algunos compañeros, a las horas extra, a las responsabilidades. Por mi propio pie, renuncié, pero al poco tiempo terminé en un lugar similar, con gente similar (y muchos los mismos), con un salario ahora peor. Sí tendría los maravillosos seis días de vacaciones y mi aguinaldo chungo. Pero nada de eso compensaba los horarios, la gasolina, las locuras de los “superiores” o las majaderías de los “iguales”. Estaba en un lugar donde los egos no cabian, donde se tenía que dejar registro casi si se iba al baño, donde la burocracia era siempre más importante que las personas, el presupuesto más importante que las personas, terminar “a tiempo” más importante que las personas, la institución más importante que las personas. Hasta que me fui.

Después de batallar mucho (mucho, mucho), me contrataron como docente en alguna institución avalada por la SEP. En ese punto, ya tenía certeza de que sí quería ser docente; con licenciatura y maestría, algo tenía que hacer con ese conocimiento. Así que ahí estaba, en una “escuela” con ambiente de reformatorio, trabajando 40 horas a la semana a $45.00 la hora clase, sin prestaciones, sin aguinaldos, con los festivos descontados, sin sala de maestros, sin clave de internet, sin plumones, sin borrador, sin papel de baño, teniendo que pedir la llave para usar el baño, con un pago mensual que nunca cuadraba porque la señora que hacía las cuentas (pero nunca te saludaba) podría haberte descontado una que otra hora.

El perfil de esos alumnos era de clase social baja, de muy bajo nivel educativo, muchos de ellos adictos, menores con trabajos de medio tiempo, sin saber leer ni escribir; pero cuyos padres podían pagar la mensualidad que les daría el certificado. A esos chicos (pobrecillos) los defendieron cuando la pandemia llegó y se les pidió hacer un ensayo que no supieron hacer. Mi trabajo fue ninguneado y mi persona ofendida por asegurarme de que yo hacía lo posible por perjudicarlos. Otra vez me quedé sin trabajo, después de firmar unas actas bajo presión a cambio de mi último pago.

Año y medio de pandemia sin trabajo y, por fin, otra escuela me da la oportunidad de unirme a ellos. La cosa cambia mucho: los alumnos (la mayor parte) tienen sentido de la responsabilidad, la paga es del doble (¡yuju!), pero sin vacaciones, sin aguinaldo y con los festivos descontados. No trabajo 40 horas, no tengo ni 10 horas a la semana (haga usted la cuenta). Los docentes no tenemos contrato, nos pagan en efectivo o por depósito en una farmacia; ¡eso es prácticamente trabajo informal! Cada semana tenemos que enviar un video que la escuela sube a internet (ahí, con nuestra carota y todo), porque dicen que en estos tiempos el compromiso es elemental.

Hace unos días, un alumno me preguntó si iría al evento del fin de semana. Le dije que no tenía idea de lo que me estaba diciendo. Nadie me dijo nada. Hice lo que no suelo hacer: busqué en las redes sociales y vi que desde hace más de un mes estaba planeada tal cosa. Ese día, a las 20:46 horas me llegó un mensaje “reiterando” la invitación para el acto del día siguiente a las 10:00. Creo que a alguien se le olvidó avisarme anteriormente.

No soy una perita en dulce. No soy la mejor maestra, pero me esfuerzo por mis alumnos. No soy chismosa, no soy entrometida, pendenciera, dictatorial, incumplida o quejumbrosa. Siempre fui una burócrata de confianza trabajadora, que se preocupó por el trato amable de los ciudadanos, por el beneficio de maestros y alumnos, por entregar a tiempo. ¿Soy yo, o las empresas privadas y las dependencias se olvidan de que funcionan en una sociedad y que sin la gente nada tiene sentido?

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